El perdón

En nuestras Constituciones se nos habla del perdón como respuesta a un mandato evangélico:

63 Reconocemos que la vida fraterna es un desafío permanente para todas las hermanas y que en ella se dan desencuentros, dificultades en las relaciones interpersonales y otros hechos que rompen la comunión; nos comprometemos a ejercitar el mandato evangélico de perdonar las ofensas cuando las hubiere, lo que se logrará como fruto de la oración y de la caridad fraterna.

En el libro de Monseñor Francisco Ugarte Corcuera, “Del resentimiento al perdón” nos ayuda a reflexionar sobre este tema tan delicado.

Por qué perdonar

Por qué perdonar, si es tan difícil perdonar, al menos ciertas ofensas, ¿qué necesidad tenemos de hacerlo?; ¿vale la pena?, ¿qué beneficios trae consigo el perdón?; en definitiva, ¿por qué habremos de perdonar?

El primer motivo que probablemente vendrá a la mente es que, cuando perdonamos, nos liberamos de la esclavitud producida por el odio y el resentimiento, para recobrar la felicidad que había quedado bloqueada por esos sentimientos. Algo que ayudaría muchísimo es darme cuenta que sentir el resentimiento hacia otra persona, he depositado mi felicidad en las manos de esa persona. Le he conferido un poder muy real hacia mí. Volveré a ser libre cuando tome en mis manos la responsabilidad de mi propia felicidad.

Esto normalmente quiere decir que debo perdonar a la persona que resiento. Debo liberar a esa persona de la deuda real o imaginaria que me debe y debo liberarme a mí mismo del elevado precio del constante resentimiento.

También tiene mucho sentido perdonar en función de nuestras relaciones con los demás. Las diferencias con las personas que tratamos y queremos forman parte ordinaria de esas relaciones. Algunas veces, tales diferencias pueden convertirse en agravios, que duelen más cuando provienen de quienes más queremos: los padres, los hijos, el propio conyugue, los amigos o las amigas. Si existe la capacidad y disposición de perdonar, estas situaciones dolorosas se superan y se recobra el amor a la amistad. En cambio, sino se perdonan, el amor se enfría o, incluso, puede quedar convertido, en odio; y la amistad, con todo el valor que encierra, puede perderse para siempre.

Además de estos motivos humanos para perdonar, existen rezones que podríamos llamar sobrenaturales,porque derivan de nuestra relación con Dios. De ninguna manera se contraponen a las anteriores, sino que las refuerzan y complementan. Hay algunas situaciones extremas en las que los argumentos humanos resultan insuficientes para perdonar, y entonces, se hace necesario recurrir a este otro nivel trascendente para encontrar el apoyo que falta. ¿Cuáles son estas razones?

Dios nos ha hecho libres y, por tanto, capaces de amarle o de ofenderle mediante el pecado. Si optamos por ofenderle, Él nos puede perdonar si nos arrepentimos, pero para ella ha establecido una condición: que antes perdonemos nosotros al prójimo que nos haya agraviado. Así lo repetimos en la oración del padre nuestro:”Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Podríamos preguntarnos porque Dios condiciona su perdón a que nosotros perdonemos y, aún más, nos exige que perdonemos a nuestros enemigos incondicionalmente, es decir, aunque éstos no quieran rectificar. Lógicamente Dios no pretende dificultarnos el camino y siempre quiere lo mejor para nosotros. Él desea profundamente perdonarnos, pero su perdón no puede penetrar en nosotros sino modificamos nuestras disposiciones. Al negarnos a perdonar a nuestros hermanos y hermanas, el corazón se cierra, se endurece y se lo hace impenetrable al amor misericordioso del Padre. Dios respeta nuestra libertad. Condiciona su intervención a nuestra libre apertura para recibir su ayuda. Y la llave que abre el corazón para que el perdón divino pueda entrar es el acto de perdonar libremente a quien nos ha ofendido, no sólo alguna vez, aisladamente, sino incluso de manera reiterativa.

Porque tal vez no es tan difícil perdonar sólo una gran ofensa. ¿Pero cómo olvidar las provocaciones incesantes de la vida cotidiana?, ¿cómo perdonar de manera permanente? Sólo es posible conseguirlo recordando nuestra situación, comprendiendo el sentido el sentido de estas palabras en nuestras oraciones de cada noche: “perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Sólo en estas condiciones podemos ser perdonados.

Pero Jesús que es el modelo a seguir para quien tiene fe en él, no sólo predicó el perdón sino que lo practicó innumerables veces. En su vida encontramos abundantes hechos en los que se pone de manifiesto su facilidad para perdonar, lo cual es probablemente la nota mejor que expresa el amor que hay en su corazón: Por ejemplo mientras los escribas y fariseos acusan a una mujer sorprendida en adulterio, Jesús la perdona y le aconseja que no peque más; cuando le llevan a un paralítico en una camilla para que lo cure, antes le perdona sus pecados; cuando Pedro lo niega por tres veces, a pesar de las advertencias, Jesús lo mira, lo hace reaccionar y no solamente le perdona, sino que le devuelve toda confianza, dejándole al frente de la Iglesia. Y el momento culminante del perdón de Jesús tiene lugar en la cruz, cuando eleva su oración por aquellos que le están martirizando: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.

La consideración de que el pecado es una ofensa a Dios, que la ofensa adquiere dimensiones infinitas por ser Dios el ofendido, y a pesar de ello Dios perdona nuestros pecados, cuando ponemos lo que está de nuestra parte, nos permite ver la desproporción tan grande que existe entre ese perdón divino y el perdón humano. Por eso resulta muy lógico el siguiente consejo: “Esfuérzate, si es preciso, en perdonar siempre a quienes te ofendan, desde el primer instante, ya que, por grande que sea el perjuicio o la ofensa que te hagan, más te perdona Dios a ti”. Y este “más” incluye el aspecto cuantitativo, es decir las innumerables veces que hemos ofendido a Dios y Él ha estado dispuesto a perdonarnos. Por eso, este argumento tiene valor perenne, cualquiera que sea la magnitud de la ofensa que hayamos recibido, y el número de veces que hemos sido agraviados.

Hasta dónde perdonar

Hay ofensas que parecerían imperdonables por su magnitud, por recaer en personas inocentes o por las consecuencias que de ellas se derivan. Humanamente hablando no encontraríamos justificación suficiente para perdonarlas, y es que el perdón no se puede entender, en toda su dimensión y en todos los casos, con esquemas sólo humanos. Sólo desde la perspectiva de Dios podemos comprender que incluso lo que parece imperdonable puede ser perdonado, porque “no hay límite ni medida en el perdón, especialmente en el divino”. El hombre si realmente desea perdonar, debe vincularse a Dios. Sólo así se explica, por ejemplo, el testimonio de Juan Pablo II que sacudió a la humanidad cuando, a los pocos días del atentado del 13 de mayo de 1981, en cuanto salió del hospital, visitó personalmente a su agresor, Ali Agca, lo abrazó, y posteriormente comentó: “Le he hablado como se le habla a un hermano que goza de mi confianza, y al que he perdonado”.

Esta universalidad del perdón incluye también aquellas ofensas que más nos cuestan perdonar: las que padecen las personas que más amamos. Emocionalmente experimentamos en estos casos que, si perdonamos a quienes han cometido el abuso, estamos traicionando el afecto que sentimos hacia la persona ofendido. Pero una vez más será preciso no dejarse llevar por el sentimiento y tratar de distinguir el afecto que sentimos hacia ese ser querido, y la acción de perdonar. Y en la medida de nuestras posibilidades procuraremos concretar el amor buscando el bien de ambas partes: de quien ha recibido la ofensa y amamos naturalmente, mediante la ayuda y el afecto que le convenga, de quien ha cometido la ofensa, a través del correctivo que le facilite rectificar su conducta.

La ausencia de límites y medida en el perdón incluye también volver a perdonar cada vez que la ofensa se repita. La frese de Jesús, “hasta setenta veces siete”, tiene este sentido. Perdonar siempre significa que cada vez que se repite el perdón es como si fuera la primera vez. Porque lo pasado ya no existe. Porque todas las ofensas anteriores fueron anuladas y todas han sido borradas del corazón.

Si perdonas en nombre de Cristo, debes hacerlo como Él. ¡Qué difícil! Pero hay que intentarlo porque Cristo quiere perdonar, y el hombre necesita ser perdonado, y tú puedes dar ese perdón.

No te canses de perdonar como Cristo, aunque falte mucho para igualar al modelo; no te canses y si además lo tratas de hacer como Él lo haría, ¡mil veces!

Necesitan tus hermanos sentir la mano de Cristo en el hombro, el beso de Dios en la frente; la mano que enjuga las lágrimas. Tú eres esa mano y ese beso de Dios; intenta hacerlo como Dios. Si perdonas como Él, te perdonarán; si enjugas lágrimas con idéntica ternura, ellos te amarán; si les besas en la herida purulenta, sanarán.

¡Qué difícil! Pero tienes que intentarlo, aunque al principio no te salga igual; intenta hasta que seas de verdad ese Cristo en la tierra, ese Cristo que los hombres odian, y que, sin embargo, necesitan más que el pan y el vino. Te necesitan, no te escondas de ellos, aunque sólo en el cielo te lo agradezcan.

Tu corazón debe acostumbrarse a amar y hacerlo con gusto y con amor; tu corazón debe aprender a perdonar, a perdonar mucho, a perdonar con amor. Si perdonas en nombre de Cristo, debes hacerlo como Él

El perdón

En nuestras Constituciones se nos habla del perdón como respuesta a un mandato evangélico:

63 Reconocemos que la vida fraterna es un desafío permanente para todas las hermanas y que en ella se dan desencuentros, dificultades en las relaciones interpersonales y otros hechos que rompen la comunión; nos comprometemos a ejercitar el mandato evangélico de perdonar las ofensas cuando las hubiere, lo que se logrará como fruto de la oración y de la caridad fraterna.

En el libro de Monseñor Francisco Ugarte Corcuera, “Del resentimiento al perdón” nos ayuda a reflexionar sobre este tema tan delicado.

Por qué perdonar

Por qué perdonar, si es tan difícil perdonar, al menos ciertas ofensas, ¿qué necesidad tenemos de hacerlo?; ¿vale la pena?, ¿qué beneficios trae consigo el perdón?; en definitiva, ¿por qué habremos de perdonar?

El primer motivo que probablemente vendrá a la mente es que, cuando perdonamos, nos liberamos de la esclavitud producida por el odio y el resentimiento, para recobrar la felicidad que había quedado bloqueada por esos sentimientos. Algo que ayudaría muchísimo es darme cuenta que sentir el resentimiento hacia otra persona, he depositado mi felicidad en las manos de esa persona. Le he conferido un poder muy real hacia mí. Volveré a ser libre cuando tome en mis manos la responsabilidad de mi propia felicidad.

Esto normalmente quiere decir que debo perdonar a la persona que resiento. Debo liberar a esa persona de la deuda real o imaginaria que me debe y debo liberarme a mí mismo del elevado precio del constante resentimiento.

También tiene mucho sentido perdonar en función de nuestras relaciones con los demás. Las diferencias con las personas que tratamos y queremos forman parte ordinaria de esas relaciones. Algunas veces, tales diferencias pueden convertirse en agravios, que duelen más cuando provienen de quienes más queremos: los padres, los hijos, el propio conyugue, los amigos o las amigas. Si existe la capacidad y disposición de perdonar, estas situaciones dolorosas se superan y se recobra el amor a la amistad. En cambio, sino se perdonan, el amor se enfría o, incluso, puede quedar convertido, en odio; y la amistad, con todo el valor que encierra, puede perderse para siempre.

Además de estos motivos humanos para perdonar, existen rezones que podríamos llamar sobrenaturales,porque derivan de nuestra relación con Dios. De ninguna manera se contraponen a las anteriores, sino que las refuerzan y complementan. Hay algunas situaciones extremas en las que los argumentos humanos resultan insuficientes para perdonar, y entonces, se hace necesario recurrir a este otro nivel trascendente para encontrar el apoyo que falta. ¿Cuáles son estas razones?

Dios nos ha hecho libres y, por tanto, capaces de amarle o de ofenderle mediante el pecado. Si optamos por ofenderle, Él nos puede perdonar si nos arrepentimos, pero para ella ha establecido una condición: que antes perdonemos nosotros al prójimo que nos haya agraviado. Así lo repetimos en la oración del padre nuestro:”Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Podríamos preguntarnos porque Dios condiciona su perdón a que nosotros perdonemos y, aún más, nos exige que perdonemos a nuestros enemigos incondicionalmente, es decir, aunque éstos no quieran rectificar. Lógicamente Dios no pretende dificultarnos el camino y siempre quiere lo mejor para nosotros. Él desea profundamente perdonarnos, pero su perdón no puede penetrar en nosotros sino modificamos nuestras disposiciones. Al negarnos a perdonar a nuestros hermanos y hermanas, el corazón se cierra, se endurece y se lo hace impenetrable al amor misericordioso del Padre. Dios respeta nuestra libertad. Condiciona su intervención a nuestra libre apertura para recibir su ayuda. Y la llave que abre el corazón para que el perdón divino pueda entrar es el acto de perdonar libremente a quien nos ha ofendido, no sólo alguna vez, aisladamente, sino incluso de manera reiterativa.

Porque tal vez no es tan difícil perdonar sólo una gran ofensa. ¿Pero cómo olvidar las provocaciones incesantes de la vida cotidiana?, ¿cómo perdonar de manera permanente? Sólo es posible conseguirlo recordando nuestra situación, comprendiendo el sentido el sentido de estas palabras en nuestras oraciones de cada noche: “perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Sólo en estas condiciones podemos ser perdonados.

Pero Jesús que es el modelo a seguir para quien tiene fe en él, no sólo predicó el perdón sino que lo practicó innumerables veces. En su vida encontramos abundantes hechos en los que se pone de manifiesto su facilidad para perdonar, lo cual es probablemente la nota mejor que expresa el amor que hay en su corazón: Por ejemplo mientras los escribas y fariseos acusan a una mujer sorprendida en adulterio, Jesús la perdona y le aconseja que no peque más; cuando le llevan a un paralítico en una camilla para que lo cure, antes le perdona sus pecados; cuando Pedro lo niega por tres veces, a pesar de las advertencias, Jesús lo mira, lo hace reaccionar y no solamente le perdona, sino que le devuelve toda confianza, dejándole al frente de la Iglesia. Y el momento culminante del perdón de Jesús tiene lugar en la cruz, cuando eleva su oración por aquellos que le están martirizando: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.

La consideración de que el pecado es una ofensa a Dios, que la ofensa adquiere dimensiones infinitas por ser Dios el ofendido, y a pesar de ello Dios perdona nuestros pecados, cuando ponemos lo que está de nuestra parte, nos permite ver la desproporción tan grande que existe entre ese perdón divino y el perdón humano. Por eso resulta muy lógico el siguiente consejo: “Esfuérzate, si es preciso, en perdonar siempre a quienes te ofendan, desde el primer instante, ya que, por grande que sea el perjuicio o la ofensa que te hagan, más te perdona Dios a ti”. Y este “más” incluye el aspecto cuantitativo, es decir las innumerables veces que hemos ofendido a Dios y Él ha estado dispuesto a perdonarnos. Por eso, este argumento tiene valor perenne, cualquiera que sea la magnitud de la ofensa que hayamos recibido, y el número de veces que hemos sido agraviados.

Hasta dónde perdonar

Hay ofensas que parecerían imperdonables por su magnitud, por recaer en personas inocentes o por las consecuencias que de ellas se derivan. Humanamente hablando no encontraríamos justificación suficiente para perdonarlas, y es que el perdón no se puede entender, en toda su dimensión y en todos los casos, con esquemas sólo humanos. Sólo desde la perspectiva de Dios podemos comprender que incluso lo que parece imperdonable puede ser perdonado, porque “no hay límite ni medida en el perdón, especialmente en el divino”. El hombre si realmente desea perdonar, debe vincularse a Dios. Sólo así se explica, por ejemplo, el testimonio de Juan Pablo II que sacudió a la humanidad cuando, a los pocos días del atentado del 13 de mayo de 1981, en cuanto salió del hospital, visitó personalmente a su agresor, Ali Agca, lo abrazó, y posteriormente comentó: “Le he hablado como se le habla a un hermano que goza de mi confianza, y al que he perdonado”.

Esta universalidad del perdón incluye también aquellas ofensas que más nos cuestan perdonar: las que padecen las personas que más amamos. Emocionalmente experimentamos en estos casos que, si perdonamos a quienes han cometido el abuso, estamos traicionando el afecto que sentimos hacia la persona ofendido. Pero una vez más será preciso no dejarse llevar por el sentimiento y tratar de distinguir el afecto que sentimos hacia ese ser querido, y la acción de perdonar. Y en la medida de nuestras posibilidades procuraremos concretar el amor buscando el bien de ambas partes: de quien ha recibido la ofensa y amamos naturalmente, mediante la ayuda y el afecto que le convenga, de quien ha cometido la ofensa, a través del correctivo que le facilite rectificar su conducta.

La ausencia de límites y medida en el perdón incluye también volver a perdonar cada vez que la ofensa se repita. La frese de Jesús, “hasta setenta veces siete”, tiene este sentido. Perdonar siempre significa que cada vez que se repite el perdón es como si fuera la primera vez. Porque lo pasado ya no existe. Porque todas las ofensas anteriores fueron anuladas y todas han sido borradas del corazón.

Si perdonas en nombre de Cristo, debes hacerlo como Él. ¡Qué difícil! Pero hay que intentarlo porque Cristo quiere perdonar, y el hombre necesita ser perdonado, y tú puedes dar ese perdón.

No te canses de perdonar como Cristo, aunque falte mucho para igualar al modelo; no te canses y si además lo tratas de hacer como Él lo haría, ¡mil veces!

Necesitan tus hermanos sentir la mano de Cristo en el hombro, el beso de Dios en la frente; la mano que enjuga las lágrimas. Tú eres esa mano y ese beso de Dios; intenta hacerlo como Dios. Si perdonas como Él, te perdonarán; si enjugas lágrimas con idéntica ternura, ellos te amarán; si les besas en la herida purulenta, sanarán.

¡Qué difícil! Pero tienes que intentarlo, aunque al principio no te salga igual; intenta hasta que seas de verdad ese Cristo en la tierra, ese Cristo que los hombres odian, y que, sin embargo, necesitan más que el pan y el vino. Te necesitan, no te escondas de ellos, aunque sólo en el cielo te lo agradezcan.

Tu corazón debe acostumbrarse a amar y hacerlo con gusto y con amor; tu corazón debe aprender a perdonar, a perdonar mucho, a perdonar con amor. Si perdonas en nombre de Cristo, debes hacerlo como Él